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Tensión en la frontera entre México y EE.UU.: sensores de calor, drones, Black Hawk y hasta “perros robot” para frenar el cruce de migrantes

En el lado norteamericano se reforzó en las últimas horas el muro que separa a los dos países y las medidas de vigilancia ante el fin del llamado Título 42

“Hemos pasado por la Puerta 42, alguien la abrió. Éramos cientos, también niños y hasta mujeres embarazadas. Echamos a correr. Nosotros nos refugiamos en una iglesia católica cercana. Nos recomendaron que nos entregáramos y así lo hicimos. Pero nos expulsaron”, describió a LA NACION un migrante venezolano, que prefiere no dar su identidad por si la rueda de la fortuna le volviera a dar una oportunidad.

Así se viven las últimas horas en la frontera más caliente, que ahora hierve, entre México y Estados Unidos. El territorio donde todos buscan cómo cumplir su sueño dorado. A otro venezolano, Rafael Briceño, de 33 años y natural de Ciudad Bolívar, cerca de la frontera con Brasil, no le ha ido mejor, aunque no desiste en su empeño: cruzó por la sierra cercana a Ciudad Juárez, lo agarraron, pasó 17 días en un centro de internamiento y le expulsaron esposado a Tijuana.

“De los cientos que estábamos sólo permitieron entrar hacia Estados Unidos a una veintena, al resto nos expulsaron. Pero no me puedo rendir, tengo que seguir luchando para mantener a mi familia”, concluyó el zapatero venezolano.

Las autoridades estadounidenses levantaron un muro paralelo al ya existente para contener la avalancha de migrantes que provocó el anuncio de la extinción del Título 42. Las últimas horas de la controvertida norma de salud, usada desde 2020 por la administración de Donald Trump para expulsar en caliente a los emigrantes, ha generado un efecto llamada difícil de cuantificar: en México calculan que alrededor de 150.000 permanecían cerca de la frontera, entre Tijuana y Matamoros, más de 3000 kilómetros al este.

La administración estadounidense, según The New York Times, estira la cifra hasta las 600.000 personas que ya se encuentran en el país vecino y los que están por venir, con la selva del Darién, entre Colombia y Panamá, superando a diario los 1000 caminantes, la mayoría venezolanos. El corredor centroamericano también bulle con quienes buscan a la desesperada el “sueño americano”.

A mitad de la línea fronteriza se encuentra Ciudad Juárez, epicentro de la actual crisis migratoria, inflada por los males nacionales y los efectos secundarios de la pandemia. En el lado estadounidense se reforzó en las últimas horas el muro que separa a los dos países con una doble alambrada de púas para alejar a quienes se habían apostado a pie de la gran valla.

Sólo una acción más dentro de un despliegue enorme de fuerzas policiales y militares: a los más de 20.000 agentes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) se sumaron los 1500 marines y militares en tareas de vigilancia y los 450 hombres de élite de la Guardia Nacional texana.

El gobernador texano, Gregg Abbott, también dispuso que los famosos Black Hawk sobrevuelen una zona que ya cuenta con drones para vigilar a los migrantes y con sensores de calor en el muro, que captan ojos y manos.

La última incorporación son los “perros robot”, nuevos “agentes migratorios” que parecen escapados de una película de ciencia ficción. La administración estadounidense desarrolló estos “drones perro” para apoyar a la CBP en este territorio desértico e inhóspito.

“Pese a la alta tecnología desplegada por las autoridades estadounidenses, la frontera es muy permeable, también en la sierra. Los ‘intermediarios de la migración’ tienen una organización increíble y diversificada. Hemos detectado el uso de niños de 12 años, que viven en barriadas como Lomas de Poleo, Anapa y Ribera del Bravo. Son muy ágiles, conocen las veredas y los huequitos del muro. Sirven como guías”, cuenta a LA NACION Emilio Alfredo López, doctor en Estudios de Emigración por la Universidad de Texas.

De este lado se conjuran las esperanzas y los sueños de los migrantes junto a otro despliegue, también enorme, el de las redes de trata de personas, con los temidos carteles del narcotráfico entre bastidores. “Nos están pidiendo 2000 dólares para pasar”, aseguró a este periódico un albañil venezolano, que permanece acampado a pocos metros del centro de procesamiento del Instituto Nacional de Migración de México, en cuyas instalaciones se desató en marzo un incendio que acabó con la vida de 40 personas.

Lo llaman el consulado exprés en Tik Tok y Facebook, la “oficina” virtual de coyotes y “polleros” que cambia constantemente de cuentas. Se ofrecen “cruzes” (sic) a cualquier parte, que aunque parezcan predestinados al peor de los fracasos por culpa del error gramatical consiguen convencer a quienes disponen de fondos gracias a las familias o a quienes empeñan su vida para seguir el camino. La explotación sexual es otra de las amenazas, que son advertidas de forma constante por las dos administraciones.

Las tarifas van desde los 2000 dólares anunciados por el migrante venezolano hasta 12.000 con traslado incluido a la ciudad estadounidense requerida, aunque a pie de muro aseguran que cuando llega la noche y aparece la oportunidad basta con pagar unos cientos de dólares. Los traficantes tardan pocos minutos en responder los llamados de los emigrantes para iniciar el negocio.

“Vamos por el sueño americano”, con música ranchera incluida, se lee en el celular mexicano de un grupo que espera a la sombra de un árbol. La videoteca incluye escenas del incendio del centro de migrantes que terminó con la vida de 40 de ellos y el atropello salvaje de los 18 venezolanos en Bronwsville, que mató a ocho de ellos.

“Para poder ganar hay que perder”, canta otra ranchera mientras un fajo de billete de 100 dólares, se supone que el precio de “una mejor vida”, van cayendo uno a uno al suelo.

En Ciudad Juárez, que también recibió 3000 militares mexicanos en lo que va del año para reforzar la plaza, el cartel local, el de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación se disputan el control de la ciudad que hace años acaparó las portadas mundiales por la ola de femicidios.

fuente: La Nación

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